1. De las palabras a la Palabra
Indudablemente, la única realidad con la que
se enfrenta le poeta es la realidad del lenguaje. La pasión que lo mueve pasa
primero por el lenguaje y, como es de suponer, engloba el gusto por las
palabras, aunque sería un error pensar que el asunto se reduce a una búsqueda
de «belleza» o «pulcritud». Se trata de algo mucho más conflictivo y
problemático: no un ejercicio de idolatría (la palabra, a veces, se erige como
ídolo, como tótem), sino de lucidez; una continua disputa entre la atracción y
el rechazo, entre la aceptación y la invectiva.
La disputa en cuestión, desde luego, se
corresponde con la propia naturaleza del lenguaje. Digamos que el lenguaje es al
mismo tiempo un enemigo y un aliado del poeta. Como bien sabemos, es imposible expresar
algo sin que nos sometamos a una sintaxis y a significados ya instituidos;
incluso en los enunciados más originales se escurren frases hechas o vicios
estilísticos que reducen su intensidad inicial, y si somos dados a trazar
nuevas relaciones entre las palabras, sabemos que esas posibilidades también
tienen sus límites. ¿No existe, además, una distancia y hasta una desviación
entre lo que se escribe y lo que se quiere escribir? Lúcido será el poeta que
tenga conciencia de esta situación y, en consecuencia, trate de sobreponerse al
lenguaje, de dominarlo. Sin embargo, no debe dominarlo para someterlo, a su
vez, a otra servidumbre, sino más bien para liberarlo, de modo que este alcance
la plenitud que sabemos guarda en sus adentros. En definitiva, si el poema
resulta ser un triunfo sobre el lenguaje, también resulta ser un triunfo del
lenguaje.
¿Acaso no es en el poema donde la palabra
está más cerca de la Palabra ?
Y una vez creado ¿no tiende el poema a emanciparse de su autor y a revelar
significados que él no había previsto? ¿Acaso no hay en el lenguaje una energía
interna, una fuerza de contagio, que, lejos de ser un obstáculo para la
creación, actúa en sí como fuerza productora? Incluso la pobreza del lenguaje (pues
no poseemos palabras para nombrarlo todo) ¿no ha servido para soliviantar todos
los sistemas metafóricos y míticos?
Curiosamente, los poetas más refractarios
al lenguaje son los que mayor pasión le profesan, y Esther Pagano, a mi humilde
entender, pertenece a ese linaje.
2. Símbolos compartidos
La ambición del poeta, suponemos,
consiste en desarrollar al máximo las potencias del lenguaje. Pero ¿no sería
posible una obra fundada menos en esa ambición que en el reconocimiento de las
deficiencias mismas de todo lenguaje, es decir, una obra que no eluda esas
deficiencias, sino que más bien se valga de ellas, revirtiéndolas sobre sí
mismas para finalmente anularlas?
Creo que Escombros, de Esther pagano, tiende a seguir este camino. Una cosa
es cierta, al menos: nada hay en este libro, o muy poco en verdad, que quiera
ser o parezca una trasgresión del lenguaje. No solo porque toda trasgresión es
un énfasis («esa mentira parcial», como decía Borges), sino también, y sobre
todo, porque la trasgresión verbal puede conducir a un extremo subjetivismo, en
el que, queriendo decir más, se dice menos, llegando incluso a conducir al
lector al silencio o a sus equivalentes: lo «indecible», lo «inefable». Para
Esther, en cambio, la palabra es un símbolo compartido: no solo se escribe para
los otros y no para sí mismo, sino que lo que se escribe participa, aunque lo
cuestione, de un contexto común. Tomemos como ejemplo el poema «Sentencia», en
el que leemos lo siguiente:
Las doce en la pared.
Cero en el clavo
que sostiene las
doce en la pared.
Infinito entre
las doce, el clavo
y la pared...
voy a sacar de la alcantarilla
a los perros de mi suerte.
Aquí aparecen elementos reconocibles por
su cotidianidad, pero ya elevados a la categoría de símbolos, símbolos que, no
obstante, en el contexto compartido del poema, logran que el lector los haga
propios, hasta el punto de ser el lector mismo el que parecería estar diciendo:
«voy a sacar de la alcantarilla / a los perros de mi suerte». Una imagen que,
al mismo tiempo, puede ser una declaración y una advertencia.
Por lo visto, todo en poesía ha sido ya
nombrado, empezando por las palabras (mil y mil veces enunciadas); sin embargo,
no creo que escribir se trate de nombrar lo innombrable (no habría palabras
para ello), mucho menos de expresar lo inexpresable. La labor del poeta es
encontrar, a partir de un lenguaje propio —y, a su vez, capaz de interpelar al
que lo escucha—, una nueva relación, una distinta entonación de «las palabras
de la tribu», como diría Mallarmé, que, en un sentido amplio, no es otra cosa
que el inconsciente colectivo. Y hacerlo, incluso, como diría Esther, «sin
café para los clasificados / ni protección para el eclipse».
3. Una escritura desértica
Toda obra que se fundamenta en el rigor
del lenguaje implica una ética de la escritura, y no simplemente del estilo. Dicho
de otro modo, escribir, incluso en los momentos de rapto, es menos el resultado
de un don que una continua crítica y hasta una negación de ese don.
En Escombros,
esto se ve con claridad. Los poemas bordean siempre el riesgo de la
ininteligibilidad y aun de la esterilidad. Sin embargo, el poemario nace, si no
de la pura claridad, de la más profunda lucidez. Es evidente que Esther no
quiere ignorar este hecho y, al reconocer la dificultad de cualquier idioma
poético para aprehender el vigente drama de los justos, se pregunta: «¿Dónde
apoyar los ojos; / dónde establecer el día hambriento, / la noche ideológica, /
la silla en la vereda?». La lucidez, por lo tanto, se extravía y pierde el
poder de comunicar «lo esperable», que es lo que suele comunicar la retórica
oficial. Este drama de la expresión nos remite a otro: el de la esterilidad. Pero
la esterilidad aquí no tiene que ver con una deficiente productividad de
sentido, sino que, como le sucedía a Vallejo («Quiero escribir y me sale
espuma»), nace a partir de una exigencia que no tiene respuesta.
Muchos se
preguntarán, entonces, ¿por qué el poeta en vez de escribir no actúa?, ¿por qué
no cambia el mundo en vez de reducirlo a palabras? Estas preguntas, si bien
válidas, no son las que nos conciernen en verdad. El poeta, más bien, se
pregunta: ¿cómo escribir el horror vivido en este mundo sin añadirle más horror
al mundo? Me parece que, en su libro, Esther responde a esta pregunta. Sus
experiencias no son simples estados de ánimo, parecen más bien remotas e
inaccesibles experiencias de un yo
poético colectivo: el de los eternos «humillados y ofendidos», el de los que
fueron abandonados sin agua en medio del desierto, el de los que trafican
«lunas en la cárcel / para pagar las miserias», el de los que «aparecen / gritando
entre los árboles / su mutismo selectivo».
Es claro que, para Esther Pagano, la escritura
no puede sino estar signada por una ética de la desesperación. Así, en Escombros, la poesía avanza
simultáneamente como blasfemia y coronación, como conciencia desértica y
aventura desbocada. Lo que supone un nuevo debate, esta vez entre la duda, la
desolación y la fe; debate en el que a los elementos en pugna no les queda más
remedio que ser también un poco solidarios entre sí, pues, como ya lo percibían
los poetas surrealistas, solo hay unidad verdadera si se suman los opuestos.