martes, 11 de abril de 2017

De nuevo Borges; sí, el otro, el mismo


Dicen que soy un gran escritor. Agradezco esa curiosa opinión, pero no la comparto. El día de mañana, algunos lúcidos la refutarán fácilmente y me tildarán de impostor o chapucero o de ambas cosas a la vez.


Jorge Luis Borges



Nos miran sin vernos; hemos muerto ya a sus ojos y vuelven  a la novela que escriben para hombres que no verán jamás. Se han dejado robar sus vidas por la inmortalidad. Nosotros escribimos para nuestros contemporáneos y no queremos ver nuestro mundo con ojos futuros —sería el modo más seguro de matarlo—, sino con nuestros ojos reales, con nuestros verdaderos ojos perecederos. No queremos ganar nuestro proceso en la apelación y no sabemos qué hacer  con una rehabilitación póstuma; es aquí mismo, mientras vivimos, donde los pleitos se ganan o se pierden.

Jean-Paul Sartre


I


El sistema literario occidental contó siempre con talentosos escritores funcionales al statu quo. Borges fue (y es), para la Argentina, un caso ejemplar en ese sentido. Una operación cultural que lleva décadas lo ha situado en un lugar de mayorazgo, de exagerada preeminencia. Este hecho nos obliga a preguntarnos qué tipo de dispositivos se emplearon para cristalizar su figura en una suerte de canon de un solo nombre y a quiénes realmente beneficia dicha suerte.


En su novela Respiración artificial, Ricardo Piglia ponía en boca de uno de sus personajes la teoría de que Jorge Luis Borges era el mejor escritor argentino del siglo XIX, y vale decir que hay mucho de cierto en ese postulado. En efecto, luego de su fugaz paso por las vanguardias, Borges se aferró a las tradiciones clásicas de la narrativa decimonónica, especialmente a la inglesa. Esto no debe sorprendernos, ya que Borges, por un lado, nunca entendió la práctica de la escritura como una posición de combate frente a las jerarquías literarias y los valores consagrados y, por el otro, nunca negó su predilección por autores como Wells, Stevenson, Chesterton y Kipling, todos escritores que trabajaron un tipo de relato ático (por no decir estereotipado).


Asimismo, como para mencionar algunos otros puntos que refrendan lo insinuado por Piglia, Borges descreía plenamente de la historia, ignoraba la sociología y le aburría la psicología; corrientes enteras de la filosofía y la literatura modernas y contemporáneas le eran ajenas; desdeñaba a los escritores preocupados por la condición humana y menospreciaba a géneros literarios y literaturas nacionales en su totalidad; se jactaba de no leer a algunos de los más grandes novelistas del siglo XX: se burlaba de Proust, criticaba a Joyce y desconocía a Thomas Mann o a Musil, entre muchos otros. Las artes plásticas no le interesaban demasiado (su ceguera, luego, justificaría este capricho), la música le estaba vedada. Sus comentarios críticos eran deliberadamente parciales y caprichosos, y a menudo alevosamente equívocos. Caricaturizaba —quizá con razón— las interpretaciones económicas y políticas de la literatura, pero incurría en no menos aberrantes interpretaciones literarias de la economía y de la política de su tiempo. En definitiva, Borges se jactaba de conocer lo que casi nadie conocía, pero ignoraba el mundo que se imponía con el siglo.


II


En la obra de Jorge Luis Borges, hombre más entregado a la reflexión que a la acción, se advierte, sin embargo, una frecuente exaltación del coraje, de la aventura física y de la empresa heroica. Por ejemplo, en los cuentos «Hombre de la esquina rosada» y «El sur», incluidos respectivamente en Historia universal de la infamia y Ficciones, esta exaltación del coraje se cifra en el duelo a cuchillo, que tiene la categoría de un nuevo mito para la mentalidad nacional, mito condensado en un estar listo para matar y para morir. No parece aventurado, acaso, reconocer en estos cuentos, especialmente en el último, el esbozo de una personalísima catarsis, el escape hacia algún tipo de realidad compensatoria.


Es importante destacar que la intención catártica de Borges no se canaliza siempre a través de los mismos mecanismos. El tema de la culpa y el castigo es tan recurrente como el del culto al valor y al coraje. Sólo estos temas —el  valor, la culpa y el castigo— admiten en la escritura borgeana un tratamiento razonable y concienzudo; cualquier otro será relegado al plano de lo fantástico, de lo especulativo, de lo conjetural, es decir, de lo improbable. A título de ejemplo, y sin entrar en un análisis demasiado pormenorizado, señalaremos cómo la problemática de la culpa y el castigo se pone en manifiesto en los cuentos «La forma de la espada», incluido en Ficciones, y «La casa de Asterión», incluido en El aleph.


En «La forma de la espada»,  el traidor, John Vincent Moon, cuenta la historia de su traición, pero asumiendo la voz del traicionado. Esa inversión de óptica, de perspectiva narrativa, tiene, dentro de los límites mismos del relato, connotaciones diversas. Pero la más evidente es el trasunto de una preocupación ético-moral: el protagonista, como sabemos, vive bajo el peso del remordimiento, urgido por una lucha interior que lo acucia constantemente. Su confesión, cuya intención catártica parecería ser indiscutible, está destinada a suscitar, a través del desprecio del receptor, un modo de castigo. La culpa constituye el núcleo del relato, incluido el del protagonista, y el castigo que éste se impone gravita en el modo en que asume a su vez la narración.


En «La casa de Asterión», se cuenta una historia a tal punto velada que sólo podemos reconocer su filiación mitológica cuando el relato concluye. Se trata de la leyenda del Minotauro, y de su muerte en manos de Teseo. De Plutarco en adelante, esta historia se ha contado desde la perspectiva de Teseo, el héroe que entra en el laberinto para aniquilar al monstruo y así liberar a Creta del tributo periódico de vidas humanas que había que ofrecerle a aquél en sacrificio. Borges, por el contrario, se centra en la figura del Minotauro, un pobre protagonista que, asediado por la soledad y el desamparo, espera la llegada de un redentor que venga a matarlo y lo libere de ese mal que es la existencia. En el origen del Minotauro hay una doble culpa: la de Minos, que se niega a sacrificar el hermoso toro blanco que Poseidón había hecho surgir de las aguas para probar a los cretenses la legitimidad del reinado de Minos, y la de Pasifae y su monstruoso ayuntamiento con el toro, germen del nacimiento de Asterión. El Minotauro simboliza, de algún modo en este cuento, al ser humano, criatura solitaria, existencialmente arrojada a un mundo caótico que recorre a ciegas, intentando en vano descifrarlo. Refiriéndose a sí mismo, Asterión reflexiona: «El hecho es que soy único»; refiriéndose a su casa: «La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo».


Ahora bien, las ideas de culpa y de castigo suponen la de fatalidad, y ésta, a su vez, la de imposibilidad de libertad, algo fuertemente arraigado en el pensamiento borgeano. En relación con esto, en una conferencia que dio el 6 de agosto de 1985, declaraba: «Yo descreo en el libre albedrío, creo que cada acto mío es fatal, creo que el libre albedrío, es una ilusión necesaria». La estructura significativa subyacente en esta declaración pone en evidencia las marcas ideológicas existentes en su producción literaria, marcas de un conservadurismo indiscutible. 


III


Todo escritor, al disponerse a escribir, tiene presente en su conciencia un público, aunque éste sólo se componga de la misma persona que escribe. Dicho de otro modo, ningún escrito será definitivo, a menos que alguien pueda leerlo alguna vez; en esto consiste, sin ir más lejos, el sencillo acto de publicar. Para quién escribió Jorge Luis Borges es algo que resulta complejo responder. Lo que sí estamos en condiciones de aceptar es que principalmente escribía para sí mismo, pero con la confianza de que su palabra era ya un artículo de fe y, por consiguiente, de que tamaña consagración eximiría a la feligresía diletante de leerlo. Esta es la fatalidad de los que llegan a clásicos en vida.


Es sabido que la literatura argentina suele trabajar la política como conspiración, como máquina paranoica; de hecho, eso es lo que uno encuentra en buena parte de las obras de Sarmiento, Hernández, Macedonio Fernández, Lugones y Roberto Arlt, por nombrar tan sólo a otros escritores que gozan del crédito de nuestro campo intelectual. Así es como en la historia argentina, política y ficción se entrelazan y se despojan mutuamente, provocando efectos extraños, y conformando universos a la vez antagónicos y simétricos. Las evidencias de estos cruzamientos están ligadas a la verdad, con todas sus responsabilidades; sin embargo, en la ficción aparecen también el ocio, la gratuidad, el derroche de sentido y el azar. En última instancia, la literatura se asocia con la política a través de la seducción y del deseo, es decir,  a través de una retórica de la conquista; lo que de ninguna manera le impide desarrollarse también como verdad.

A raíz de lo expuesto anteriormente, me permito introducir una anécdota. El 22 de septiembre de 1976, Borges consintió en dejarse galardonar por el dictador chileno Augusto Pinochet, en una actitud que, para muchos, le terminaría costando el Premio Nobel. Borges declaró en aquella ocasión: 


Yo soy una persona muy tímida, pero él (Pinochet) se encargó de que mi timidez desapareciera, y todo resultó muy fácil. Él es una excelente persona, su cordialidad, su bondad... Estoy muy satisfecho... El hecho de que aquí, también en mi patria, y en Uruguay, se esté salvando la libertad y el orden, sobre todo en un continente anarquizado, en un continente socavado por el comunismo. (…) Yo expresé mi satisfacción, como argentino, de que tuviéramos aquí al lado un país de orden y paz que no es anárquico ni está comunizado.


Borges no creía en la democracia por tratarse de «un exceso de estadísticas», lo que equivalía a decir que la democracia no contempla los deseos y necesidades de las minorías (de la minorías antidemocráticas, me atrevería a agregar). Esta aparente boutade encierra algo aun más complicado, por no decir perverso: toda democracia genuina implica una pretensión de libertad, de inclusión y de clausura de atávicas desigualdades, categorías imposibles para Borges. Él era un fatalista y, por lo tanto, aceptaba sumisamente el fatum impuesto por el poder de siempre, poder de igual forma atávico y fatal. Hijo dilecto de un país que fue colonia, Borges veía como algo natural que la Argentina fuese un país de fideicomiso, un puerto libre de interferencias molestas, un servicial entrelazamiento con el extranjero, especialmente con Inglaterra, donde creía estaba la civilización.


Antes de concluir con estas líneas, quisiera aclarar que mis diferencias con Borges no son exclusivamente políticas, sino también estéticas. Ya que, como lo intenté insinuar a lo largo de este artículo, se puede llegar a ser reaccionario también por motivos estilísticos. Resta decir que toda idolatría es sospechosa; por consiguiente, sugiero tener en cuenta varios aspectos a la hora de abordar la obra borgeana. Como por ejemplo, el conocimiento cabal de otras literaturas y, en consecuencia, de otras formas de trabajar con el lenguaje, formas en donde éste no busque corrección, sino la posibilidad de liberar la palabra y liberarse, a través de ella, de las convenciones y represiones que le son propias, mero reflejo de otras convenciones y represiones aun más peligrosas.



miércoles, 4 de enero de 2017

Reflexiones en torno a «Exploración del amor», de Sandra López Paz


…esta corporeidad mortal y rosa
 donde el amor inventa su infinito.

Pedro Salinas

 

I

Con frecuencia la poesía —aérea, celeste criatura— intenta divulgarnos su secreto. Es como si, obedeciendo a un oscuro y amoroso impulso, se decidiera a desceñir los velos que esconden su rostro de la embelesada mirada de los hombres. Ahí es cuando descubrimos tanto la inefable melancolía que pueden encerrar algunos unos versos como la fatalidad que se cierne sobre todo aquello que carece de ternura. Sólo el poeta nos permite experimentar este delicado y extrañísimo prodigio, sólo en él reconocemos las resonancias y armonías de una estirpe ancestral de voz sutil, de modo que, al escucharlo, al leerlo, nos sentimos gozosamente reintegrados a la música del mundo, devueltos al número y la medida del origen. Huelga decir que esta clase de poetas no abunda (la Belleza siempre nos ha escamoteado sus acciones), sin embargo, Sandra López Paz pertenece a ese linaje, y Exploración del amor, su más reciente libro, es la prueba de la que me valgo para justificar estas palabras.

La obra que nos convoca busca restituirle a la poesía su carácter de realidad inexpresable, actualizando así la consabida atmósfera sagrada inherente a todo discurso que se precie de poético. Al mismo tiempo, reivindica la condición excepcional del poeta, quien, socorrido por una muy especial aptitud de percepción, logra llegar, tal como decía Bachelard,  hasta «los umbrales del ser». Pero por sobre todo (y esto salta a la vista desde el título), este libro se propone abordar de una manera distinta el tan manido tema del amor. Y digo «distinta» porque Sandra enfrenta el tópico a través de versos de métrica sucinta, impregnados de misterio, con algo del simbolismo sobrenatural de los místicos españoles, que luego retomarían nombres como Novalis, Keats y Rilke, su amado Rilke.

Esta doble preocupación, me refiero a la que le produce la poesía y el amor, no debe sorprendernos. Ya en su momento, un poeta que tiene el mismo apellido que nuestra homenajeada hizo el debido inventario en su libro La llama doble, por consiguiente, no viene al caso insistir en las vinculaciones ontológicas entre uno y otro tópico. Lo que sí es dable destacar es que Sandra conoce muy bien el terreno de «exploración» al que se adentra. Sabe, por ejemplo, tal como lo plantea en el poema «Desiderata», que, ante la ausencia del ser amado, «El mundo sucede / como siempre / en las alcobas / los gusanos / las paredes quebradas / las gredas discontinuas / el parque desterrado». Puede, además, atreverse a decirle a un Usted indefinido, tal como lo hace en «Efectos personales»,  «que la poesía / —un día— / golpeará su puerta / su garganta / elevará su jardín / a las estrellas / y al mismo tiempo / su manojo de firmezas / en angustia». Puede, también, como queda plasmado en el poema «Sortilegios», alcanzar una vaguedad descriptiva capaz de crear un modelo de imagen trascendente al ver que «Los retratos / despuntan, / en el humo añil / de los sahumerios, / su soliloquio / impreciso». Todo esto, claro está, al servicio de la «alquimia del verbo», aquello que postulaba Rimbaud con el objeto de transmutar la realidad ordinaria en pura luz del espíritu.

II

Para el poeta, la verdadera realidad con que se enfrenta es la realidad del lenguaje. Si para todo ser humano los límites de su mundo son los de su lenguaje, es obvio, que este hecho resulta más evidente en la experiencia del poeta. Éste no sólo sabe que lo que dice y la manera de decirlo son, en definitiva, una misma cosa, sino que sabe que el valor de lo que dice reside sobre todo en cómo lo dice. La pasión central que lo mueve pasa primero por el lenguaje. Esta pasión implica, lógicamente, el gusto o el placer por las palabras, pero se trata menos de un ejercicio de idolatría que uno de lucidez, un continuo debate entre la afirmación y la autocrítica.

En ese sentido, no es posible decir nada sin someterse a una sintaxis y a significaciones más o menos establecidas. Por ende, el poeta más lúcido será aquel que tenga conciencia de esa suerte de esclavitud y, por ello, trate de sobreponerse al lenguaje y dominarlo. De ese acto nace la obra.    

Sin embargo, es cierto también que la verdadera pasión es silenciosa. El silencio hace hablar al lenguaje y viceversa. En ambos casos, lo que importa es la intensidad de lo que se dice o se calla. El silencio, por su parte, sería el regreso a las fuentes mismas de la palabra. El silencio, entonces, no sólo sería el reencuentro con la morada del lenguaje, sino también una doble purificación que consiste en «dar un sentido más puro a las palabras de la tribu», como proponía Mallarmé, y en encontrar «un alfabeto con menos historia», como diría Roberto Juarroz, quien también está presente en este libro.

III

Sabemos que nada es casual en el amor, nada lo es tampoco en la poesía. No obstante, todo es transitorio, y eso es precisamente lo que convierte al poeta en una voz consciente de la fractura, de la escisión, de la orfandad que provoca el no poder explicar «con palabras de este mundo» que hay otros mundos, aunque fugaces, y otros lenguajes dispuestos a avivarlos. La ausencia es, sin dudas, un signo propiciatorio, no en vano el vacío existencial es la causa fundacional de tanto afán de trascendencia, el motor de las gestas más inenarrables. En relación con esto, el poema «Parábola» contiene los versos, a mi juicio, más representativos de todo el libro, versos que están —en profundidad y poder de evocación— a la altura de los de Salinas que elegí como epígrafe a esta presentación. Éstos son: «Pero / tú y yo, / hierbas perennes de la ausencia, / subsistimos al miedo, / y eso es todo».

Para concluir, resta decir que mi intervención no propone otra cosa que  redescubrir a la gran poeta santiagueña Sandra López Paz, con la esperanza de que también el lector se anime a hacer lo propio. Yo, particularmente, no tengo dudas acerca de mi juicio. Cuando alguien quiera saber qué es y cómo es una poeta, no tendrá más que explorar el amor que mana de este libro, y cuando ese mismo alguien quiera tener noticias sobre la poesía, también en este libro aprenderá, como diría la autora, «qué es esto de andar con cuchillos, funámbulo, entre las piedras». Tal vez así, el lector logre apreciar la irreprochable voluntad de una mujer que, habiendo escuchado el llamado de la Belleza, supo llegar a ella a través del camino de la Verdad, camino que nos vuelve a todos más humanos.
 
 

martes, 4 de octubre de 2016

Roque Dalton en su roja tinta


La angustia existe sí.

Como la desesperanza
el crimen o el odio.

¿Para quién deberá ser la voz del poeta?

Roque Dalton



El Salvador tuvo su mártir. Pienso que habrá tenido muchos en verdad, pero no todos poetas y, de haberlo sido, no todos como Roque Dalton. Es precisamente al poeta Roque Dalton al que quiero destacar, de ser posible, subrayando menos los episodios político-revolucionarios de su tiempo que las bondades de su obra escrita. Dalton ingresó, siendo muy joven, en el partido comunista salvadoreño, sufrió persecuciones y cárceles con frecuencia, vivió exiliado en Guatemala, México, Checoslovaquia y finalmente en Cuba. Al regresar a su país, en 1975, Dalton fue asesinado por un ala extremista del Frente Revolucionario del Pueblo (agrupación a la que pertenecía) bajo la acusación de colaboracionismo. La militancia es una enfermedad que sólo se cura a pura bala. Y esto, estimado lector, no es un comentario reaccionario, sino más bien una ironía, por más que la ironía reaccione siempre ante las biempensantes, aunque fingidas, manifestaciones del progreso, ese monstruo bíblico que ruge.

 
Como dije más arriba, no se hablará aquí de la turbulenta biografía del escritor, sino de su poesía. Es que fue su poesía la que terminó matándolo; fue ésta la que lo mostró distinto frente al resto de sus compañeros de lucha. Pese a su filiación política, Dalton tenía una amplitud de conceptos envidiable, vastísima cultura que, desafortunadamente, como toda cultura, provenía de la burguesía. Dalton se daba el gusto de citar, como epígrafes a sus textos, a Yeats, Michaux o Borges (sí, Borges), cuando no le dedicaba enteramente el poema de turno a un Breton o a un Truffaut.

 
La poesía de Dalton era básicamente polifónica, en el sentido que le da Bajtín a la expresión; su poesía buscaba, muchas veces, la esencia poética de las palabras en su estado natural, virginal, desinteresadamente enunciativo. Así es como muchos de sus poemas son transcripciones de diálogos que quedarán legitimados por el título propuesto por este recolector de frases sueltas, como es el caso de «Los derechos humanos», recogido textualmente de una terrible conferencia. La técnica del collage, de cuño vanguardista, fue una de sus favoritas; digamos que hay en Dalton un poeta de recursos variados, pero seguro en su percepción lúdica del mundo. Ver a la realidad como un juego no iba en contra de su adhesión a la causa revolucionaria, sino que, en todo caso, le permitía burlarse de las múltiples ridiculeces del medio conservador en el que se movía. Poemas como «Los burócratas», «Lo que me dijo un anarquista adolescente» o «El arte de morir» serían un ejemplo perfecto. Pero también hay en Dalton un lírico profundo, de un lirismo a tono con los rasgos vanguardistas que le hemos detectado. Es el Dalton de «Poema jubiloso», de «Atado al mar» o de «Lo que me dijo un loco».

 
A Dalton lo mató su poesía, el ser poeta, su heterodoxia que, convengamos, es el más claro signo de libertad que se conoce. A Dalton lo mató la poesía, por ser ésta una hembra atormentada por los celos, por darle un placer o una ilusión de placer más fuerte que el volcán que, en ese tiempo de lava y de metrallas, también lo seducía. Por eso es por lo que recordar a este poeta en estos días es recordar también la deuda que tiene América Latina con todas sus voces silenciadas, con lo que hoy empieza a levantarse desde el humus gris de la memoria, con la sed de justicia que nos viene secando las gargantas. Recordar a este poeta en estos días  es recordar también que la democracia no será más que un fantasma inofensivo mientras existan hombres que puedan diezmar impunemente la fortaleza emancipatoria de los otros; apenas un cómplice siniestro, mientras los poderes massmediáticos anulen la legítima voluntad ética y estética del pueblo. Pero, por sobre todas las cosas, recordarlo (recordarlo, ahora sí, como mártir de la absurdidad del mundo) implica admitir que la maldad absoluta es lo mismo que la bondad absoluta, ya que todos los absolutos se igualan, al final, en un mismo crudo y oprobioso desconcierto.
 

Como prueba de sus propias pugnas por conciliar lo inconciliable, este fragmento:

Cumple ahora con tu deber de conciencia
(sería igual a decir «tus obsesiones»),
di que pensar en el comunismo bajo la ducha es sano
—Y, en el trópico, al menos refrescante—.
O sentencia con toda la barba de tu juventud:
Si el partido tuviera sentido del humor
Te juro que desde mañana
Me dedicaba a besar todos los ataúdes posibles
Y a poner en su punto las coronas de espinas.

PERO ESO ES CONFUNDIR EL PARTIDO CON ANDRÉ BRETON

Pero ¿y la ternura?


La ternura no basta, Roque, no basta.

 
A continuación, algunos poemas de su autoría:[1]

 

HORA DE LA CENIZA


Finaliza septiembre. Es hora de decirte
lo difícil que ha sido no morir.
Por ejemplo, esta tarde
tengo en las manos grises
libros hermosos que no entiendo,
no podría cantar aunque ha cesado ya la lluvia
y me cae sin motivo el recuerdo
del primer perro a quien amé cuando niño.

Desde ayer que te fuiste

hay humedad y frío hasta en la música.
Cuando yo muera,
sólo recordarán mi júbilo matutino y palpable,
mi bandera sin derecho a cansarse,
la concreta verdad que repartí desde el fuego,
el puño que hice unánime
con el clamor de piedra que eligió la esperanza.

Hace frío sin ti. Cuando yo muera,

cuando yo muera
dirán con buenas intenciones
que no supe llorar.
Ahora llueve de nuevo.
Nunca ha sido tan tarde a las siete menos cuarto
como hoy.

Siento unas ganas locas de reír

o de matarme.


POEMA JUBILOSO

(Homenaje a un poema de André Breton)

En mi patria hecha para probar catapultas y trampas
vive esa suerte de mujer que amo.

Ah cómo brota de la mañana tímida mi mujer
herida en su niñez por el mar menos pensado
por el mar platicador y soberbio que no depone la esperanza
contra ciertas virginidades caóticas.

Ah cómo surge mi mujer que conserva en un saquito
el corazón y una vértebra de sus padres moribundos
ah cómo luce mi mujer de poros voraces donde darse cita
en ciertas tardes incendiadas por los flamboyanes del tedio
ah cómo sirve mi mujer guerrera y acechada
poblada de húmedas culebras
que alivian a las grandes bestias polvorientas
ah cómo compromete mi mujer que vive sin avisarme
que se gana el pan con el rubor de la gente
directora de grandes llamas esclava
de maestros enclenques que huyeron desesperados
al conocer la preñez de mi madre.

Mi mujer es la más gloriosa retórica de esta patria
donde no morirá jamás Balzac o Copérnico
ni los comunistas estrangulados ostentarán sus descomposiciones
en los escaparates por el incendio del Reichstag
mi mujer es la conversación de los peces bajo la luna
el fervor de quien pintó las manchas del leopardo
los sabores del pan armado de pregones
la prohibición de una nueva ley contra los crepúsculos.

Sus ojos inundados de eficacia
estimulan el llanto de los doce mejores candelabros del mundo
pues entre olas pétreas entre orquestaciones
de caracoles penosamente edificados
ha puesto a descansar sus espumas de pena.

Su sangre bella y brutal sólo está limitada por los halcones
por ciertas grietas en el sonido de los dados rojos
y por los pistilos de la azucena horadando las partituras del ciego.
Sus enfermedades son cuadros de jóvenes pintores franceses
estacionados en la decadencia del mirto
en las aleluyas de la cábala
o en la ternura final de los asesinados junto a un río de yeso.

Sus cabellos son firmes bailarines de oro quemándose
hilos fundamentales del mediodía robados por el huracán
incendios sorprendidos
truncados por el pudor en el fondo de la memoria.

Su cuerpo es todas las cosas.

Mi mujer se llama Ximena o conejito celeste o simplemente muchacha
y la conocí hace cinco minutos.


LO QUE ME DIJO UN LOCO

Me contaste que tu padre era un pequeño mar.

Que los ángeles son unos estupidillos
pero por las noches hacen mucho daño con sus uñas de cola de cometa.

Me contaste que en tu casa la lluvia naufraga
y tus hermanas castran furiosas los almendros.
Me contaste que los sedientos son la gran esperanza.

Que silbar en los parques es confesarse impotente
de recuperar el vino de las palabras que uno dice de niño.

Me contaste que la mujer gorda te era desconocida
y que por eso odiabas los gestos de su espalda.

Me contaste que era mejor no salir a la calle
porque a cierta edad es obtuso hacer víctimas.

Me contaste que hay algo que se llama luz
imposible de explicar con las manos.

Me contaste que los árboles no son los principales enemigos
y que no debería creer nada de lo que hablan
desde el otro lado de las rejas.


EL ARTE DE MORIR

 

EL OTRO.— Lo que usted quiere saber es, en cierto, modo, el arte de morir.
EL HOMBRE.— Al parecer es el único arte que hemos de aprender hoy.

Friedrich Dürrenmatt

 


Tómese una ametralladora de cualquier tipo
luego de ocho o más años de creer en la justicia
mátese durante las ceremonias conmemorativas
del primer grito
a los catorce jugadores borrachos que sin saber las reglas
han hecho del país un despreciable tablero de ajedrez
mátese al Embajador Americano
dejándole a posteriori un jazmín en uno de los agujeros de la frente
hiérase primero en las piernas al señor arzobispo
y hágasele blasfemar antes de rematarlo
dispérsense los poros de la piel de doce coroneles barrigudos
grítese un viva el pueblo límpido cuando los guardias tomen puntería
recuérdense los ojos de los niños
el nombre de la única que existe
respírese hondamente y sobre todo procúrese
que no se caiga el arma de las manos
cuando se venga el suelo velozmente hacia el rostro.



[1] Los poemas fueron extraídos de la antología poética La ternura no basta, publicada en 1973 por el Fondo editorial Casa de las Américas de Cuba.

sábado, 25 de junio de 2016

Adornos francforteses, Nietzsche y otros suvenires socioculturales


El pensamiento tradicional y los hábitos de sano sentido común que ese pensamiento nos dejó en herencia tras fenecer filosóficamente exigen un sistema de referencia en el que todo encuentre su lugar. Ni siquiera se atribuye demasiado valor ni se pone mucho empeño en la autointeligibilidad interna del sistema de referencia  —pues incluso se lo puede plasmar en axiomas dogmáticos—, con tal de que toda consideración resulte localizable y pueda mantenerse lejos del pensamiento no respaldado por el sistema.

Theodor W. Adorno


En suma, desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas.

Julio Cortázar


I


La dialéctica hegeliana, ese inmenso monstruo bíblico que quiso resolver su presente proyectándose al futuro, culminó en el mismísimo Hegel y en el Estado prusiano, locus ideal que representaba el mejor de los mundos posibles. Esta aparente contradicción no responde sino a razones ideológicas, razones que claramente provienen de un horizonte de expectativas determinado: la idea de progreso de cuño positivista. No creo exagerar al decir que pese a todos los cambios socio-históricos sufridos, en puridad, seguimos viviendo en la Prusia del siglo XIX. El progreso ideal que aseguraba que la humanidad estaba destinada a su propia realización terminó por convertirse en un progreso tecnológico, progreso en el cual «lo humano» quedó relegado a un plano secundario. Por su parte, la dialéctica marxista, al darle una importancia desmedida al progreso científico, cayó también en esta trampa. La idea de progreso se revela así como un aspecto más del sistema de referencias aludido en el epígrafe.

La civilización occidental, al menos para la Escuela de Fráncfort, está cimentada en una estrategia degenerativa. Todos los males de la sociedad moderna (decadencia social, crimen, locura, suicidio, neurosis, degradación de las artes, racismo, etc.) tienen sólo un responsable: la sociedad capitalista. Al mismo tiempo, el Occidente moderno se caracteriza  por querer aplastar los instintos vitales del hombre a través de un control racional y dirigido, control que no se diferencia en absoluto del que ejercieron los fascismos en algún momento de la historia. La conclusión inevitable es que el fascismo representaría la última etapa del capitalismo tardío o, dicho de otro modo, que el capitalismo liberal, último bastión de la tradición iluminista, contuvo desde un primer momento gérmenes fascistas.

Todo esto que mencionamos, al parecer, es producto de la modernidad, es decir, de aquel largo período que surge con el Iluminismo. Sin embargo, para Adorno y compañía existían dos clases muy distintas de iluminismos. El primero había producido la filosofía humanista y estaba representada en pensadores como Hume, Kant, Hegel y Marx, así como por el espíritu crítico y escéptico de Voltaire o Nietzsche. Este primer iluminismo constituiría la llamada Edad de la Razón, de la que Adorno y Horkheimer se consideraban sus últimos herederos. El segundo, en cambio, había producido la obsesión moderna por la ciencia, la tecnología y el número. Éste era el iluminismo de Newton, Condorcet, Bentham y Adam Smith, pero también el de los totalitarismos. El problema, por lo visto, estriba en que ambos iluminismos son inseparables.

Para Adorno y Horkheimer, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética eran ejemplos de sociedades industriales avanzadas que evolucionaban hacia estados totalitarios gemelos, rígidos e intercambiables. Los principios democráticos liberales y el igualitarismo marxista sólo brindaban una fachada para ocultar a las anónimas élites burocráticas. El estado policial era la consecuencia natural de la producción económica occidental, ya que  ninguna sociedad industrial avanzada podía mantener el control sin un aparato gubernamental secreto y atrozmente eficiente.  

Teniendo en cuenta este panorama, el aporte de la Escuela de Fráncfort a los estudios socioculturales es de una relevancia insoslayable. Las distintas líneas de investigación utilizadas por los filósofos de esta escuela (Materialismo interdisciplinar: 1930-1937, Teoría crítica: 1937-1945, Crítica de la razón instrumental: 1940-1945) conforman un arsenal argumentativo que difícilmente pueda superarse. El concepto de dialéctica negativa, en relación con lo planteado al inicio de este artículo, se presenta, sino como un férreo camino de emancipación intelectual, por lo menos, como la íntima revuelta que todo espíritu refractario está obligado a sostener. Así lo explica el mismo Adorno:

La dialéctica como procedimiento significa pensar en contradicciones a causa de la contradicción experimentada en la cosa y contra ella. Siendo contradicción en la realidad, es también contradicción a la realidad. Pero dicha dialéctica no es conciliable con Hegel. Su movimiento no tiende a la identidad en la diferencia de cada objeto con su concepto, más bien desconfía de lo idéntico. Su lógica es la del desmoronamiento: la figura armada y objetualizada de los conceptos que el sujeto cognoscente tiene inmediatamente antes sí. Cambiar esta dirección de lo conceptual, volverlo hacia lo diferente de sí mismo: ahí está el gozne de la dialéctica negativa. El concepto lleva consigo la sujeción de la identidad, mientras carece de una reflexión que se lo impida… La reflexión del concepto sobre su propio sentido le hace superar la apariencia de realidad objetiva como una unidad de sentido. La libertad del pensamiento es el lugar en que éste supera aquello a que  a la vez se vincula y ofrece resistencia. Su guía es el impulso expresivo del sujeto.

La dialéctica entendida como sintaxis y mecánica del progreso burgués acarrea el polvo de un desmoronamiento, los restos de lo que no supo adecuarse a una realidad que piensa sólo en perpetuar su presente tecnocrático. Contra eso, contra las fuerzas desintegradoras de lo social, contra lo objetivamente impuesto sobre el sujeto real, la dialéctica negativa se alza como una alternativa. La autocrítica social del conocimiento, en tanto conocimiento adquirido dentro del entramado de fuerzas imperantes, supone la única dialéctica plausible.  


II


Pero sabemos que al hablar de ideología no estamos sino hablando de cultura. Afortunadamente, Marx nos legó la categoría de superestructura para un mejor abordaje teórico de la cuestión. La superestructura, entendida como el conjunto de prácticas y creencias sociales, carece de autonomía, tan sólo se manifiesta en función de los intereses de clase de los grupos dominantes, aquellos que desean mantener un específico orden económico. El concepto reaparecerá en Gramsci al acuñar éste el término pensamiento hegemónico y, ya actualizado, nuevamente en Althusser al hablarnos de los aparatos ideológicos del estado. Esta superestructura muta, evoluciona, hasta alcanzar con la cultura de masas su modelo definitivo. La defensa y difusión de esta seudocultura resulta ser la estrategia más eficaz para disolver la conciencia crítica colectiva y extinguir el anhelo solidario de una sociedad mejor.

El libro Dialéctica de la Ilustración, escrito por Adorno y Horkheimer en 1941 y publicado seis años más tarde, desenmascara la paradójica realidad de esto que hemos dado en llamar modernidad: una Ilustración que tiene como ejes históricos los ideales de progreso, educación e igualdad, termina, con la consolidación del capitalismo industrial, justificando la administración científica que deviene razón instrumental, logrando que el progreso se confunda con la técnica, la educación con la formación de mano de obra capacitada y la igualdad con la uniformidad de potenciales consumidores. Asimismo, en este libro se habla por primera vez de la industria cultural, señalándola como agente transmisor de ideología. La industria cultural, así como estandariza las manifestaciones culturales reduciéndolas a la categoría de mercancía, también excluye los elementos estéticos e intelectuales que puedan significar una crítica al statu quo. Con respecto a esto, vale la pena recordar la idea adorniana de que el arte es un hecho disruptivo, algo que debe ofrecer una resistencia ética y estética al medio dominante para asegurar su autonomía. A continuación, un significativo fragmento del libro mencionado:

En la obra de arte, en efecto, el momento mediante el cual trasciende la realidad resulta inseparable del estilo: pero no consiste en la armonía realizada, en la problemática unidad de forma y contenido, interior y exterior, individuo y sociedad, sino en los rasgos en los que aflora la discrepancia, en el necesario fracaso de la tensión apasionada hacia la identidad. En lugar de exponerse a este fracaso, en el que el estilo de la gran obra de arte se ha visto negado, la obra mediocre ha preferido siempre semejarse a otras, se ha contentado con el sustituto de la identidad. La industria cultural, en suma, absolutiza la imitación. Reducida a puro estilo, traiciona el secreto de éste, o sea, declara su obediencia a la jerarquía social. La barbarie estética ejecuta hoy la amenaza que pesa sobre las creaciones espirituales desde el día en que empezaron a ser recogidas y neutralizadas como cultura. El denominador común «cultura» contiene ya virtualmente la toma de posesión, el encasillamiento, la clasificación, que entrega la cultura al reino de la administración. Sólo la subsunción industrializada, radical y consecuente, está de acuerdo con este concepto de cultura.

La acusación benjaminiana de la pérdida del aura en las obras de arte seriadas gravita en la teoría adorniana, motivo por el cual Adorno acepta cierto arte de vanguardia (pensemos, a modo de ejemplo, los casos de Picasso y Schönberg) por considerarlo inmune a cualquier posible mecánica de reproducción. El arte, en conclusión, tiene su propia finalidad y un lenguaje particular para transmitirla. Es lo que nos indica Adorno en lo que sigue: «El telos de las obras de arte es un lenguaje cuyas palabras no están incluidas en ese espectro lingüístico normal, ni han sido dictadas por una universalidad preestablecida».

III


Los intelectuales del Instituto de Investigaciones Sociales basaban su crítica general de la cultura burguesa en el Marx de los manuscritos de juventud, pero también en dos pensadores no marxistas. El primero era Sigmund Freud, cuyas teorías permitían a la Escuela de Fráncfort comprender, como dijo uno de sus miembros, «los efectos mutiladores con los cuales la humanidad paga sus triunfos tecnocráticos». El otro pensador era Nietzsche. Los marxistas ortodoxos habían denunciado al vitalista y elitista Nietzsche como el filósofo del capitalismo. Sin embargo, a fines del siglo XIX algunos jóvenes izquierdistas se sumaron al renacimiento nietzscheano, anunciando que la libertad absoluta del individuo creativo tenía que formar parte de la futura sociedad igualitaria. Los pensadores de Fráncfort no acudían a Nietzsche por su mensaje de nihilismo vital y redentor (aquel que sí inspiraría a sus admiradores franceses en pleno siglo XX, los intelectuales reunidos en torno a la revista Acéphale), sino por su corrosiva crítica a los valores burgueses. Theodor Adorno definió las obras de Nietzsche como «una singular demostración del carácter represivo de la cultura occidental» y dijo también que «expresaban lo humanitario en un mundo en el que la humanidad se había vuelto un fraude». Los ataques de Nietzsche contra la lógica y la razón occidentales sintetizaban la idea de dialéctica negativa; su estilo aforístico, el estilo fragmentario que Adorno propugnaba.

El sedimento dionisíaco que hay en todo arte no degradado por la sociedad burguesa es otro punto de encuentro entre la Escuela de Fráncfort y Nietzsche. La actitud preponderantemente anárquica que todo artista moderno no domesticado exhibe tanto en sus obras como en su visión de mundo refleja la idea adorniana del arte como excurso, como ejercicio subversivo. El epígrafe de Cortázar que elegí resume en cierta medida el punto que quiero señalar.


IV

En 1964, Herbert Marcuse publica El hombre unidimensional, que en gran medida continúa los conceptos vertidos en Dialéctica de la Ilustración. Para Marcuse, la estructura de poder ha organizado a través de los medios masivos de comunicación cada aspecto de la sociedad, logrando triunfos tales como la declinación de la política, la pérdida de la autonomía personal y la mercantilización de los deseos. La sociedad de consumo oculta su naturaleza represiva bajo un sinfín de bienes y servicios, su víctima es el consumidor sin rostro y sin afectos, él es el hombre unidimensional.

Marcuse sirve de enlace entre la Escuela de Fráncfort y los pensadores activistas del Mayo Francés. La conexión existente entre la teoría crítica y el análisis institucional de René Lourau, la reaparición de conceptos como el de sociedades de control en el pensamiento de Deleuze y de Foucault, pero también la defensa que pensadores más contemporáneos como Jameson hacen de Adorno o las visibles coincidencias entre las críticas que Baudrillard le hace a los medios audiovisuales y las observaciones adornianas que hemos detallado, demuestran la influencia, vigencia y actualidad de la Escuela de Fráncfort.  

La actual sociedad opulenta ha cambiado el mecanismo de control sobre el individuo, orientándose hacia las nuevas necesidades producidas. Un ejemplo de esto es la tolerancia represiva hacia los grupos disidentes; de este modo, la sociedad liberal extiende las libertades civiles a sus críticos neutralizando así su oposición. La tolerancia de otros puntos de vista en la era de las comunicaciones masivas revela el verdadero rostro de las presuntas sociedades democráticas en una forma que quizás sea compatible con el pluralismo de partidos, periódicos, poderes contrapuestos, etc. Ello obedece a que, en esta sociedad liberal, el totalitarismo no es sólo una coordinación política terrorista, sino también una coordinación técnica y económica no terrorista que obra a través de la manipulación de las necesidades por parte de intereses creados. Mediante estos insidiosos dispositivos, la sociedad de consumo logra construir su propio sistema de control. El resultado es una cómoda, razonable y democrática falta de libertad.

La única escapatoria, al menos hasta que un tejido social concientizado vuelva a construirse, es el acto nietzscheano individual de crítica, lo que Adorno y Horkheimer llamaban dialéctica negativa y lo que Marcuse, usando un término de los surrealistas franceses, llamó el «gran rechazo». Estamos hablando de la decisión intelectual de no adherir a los valores y convenciones de la sociedad burguesa, el romántico sueño de usar a la cultura como herramienta de emancipación y no tan sólo como ornamento o discurso vacío.