Dicen que soy un gran escritor. Agradezco
esa curiosa opinión, pero no la comparto. El día de mañana, algunos lúcidos la
refutarán fácilmente y me tildarán de impostor o chapucero o de ambas cosas a
la vez.
Jorge Luis Borges
Nos miran sin vernos; hemos muerto ya a
sus ojos y vuelven a la novela que
escriben para hombres que no verán jamás. Se han dejado robar sus vidas por la
inmortalidad. Nosotros escribimos para nuestros contemporáneos y no queremos
ver nuestro mundo con ojos futuros —sería el modo más seguro de matarlo—, sino
con nuestros ojos reales, con nuestros verdaderos ojos perecederos. No queremos
ganar nuestro proceso en la apelación y no sabemos qué hacer con una rehabilitación póstuma; es aquí mismo,
mientras vivimos, donde los pleitos se ganan o se pierden.
Jean-Paul Sartre
I
El sistema
literario occidental contó siempre con talentosos escritores funcionales al statu quo. Borges fue (y es), para la Argentina , un caso
ejemplar en ese sentido. Una operación cultural que lleva décadas lo ha situado
en un lugar de mayorazgo, de exagerada preeminencia. Este hecho nos obliga a
preguntarnos qué tipo de dispositivos se emplearon para cristalizar su figura
en una suerte de canon de un solo nombre y a quiénes realmente beneficia dicha
suerte.
En su novela Respiración artificial, Ricardo Piglia
ponía en boca de uno de sus personajes la teoría de que Jorge Luis Borges era
el mejor escritor argentino del siglo XIX, y vale decir que hay
mucho de cierto en ese postulado. En efecto, luego de su fugaz paso por las
vanguardias, Borges se aferró a las tradiciones clásicas de la narrativa
decimonónica, especialmente a la inglesa. Esto no debe sorprendernos, ya que
Borges, por un lado, nunca entendió la práctica de la escritura como una
posición de combate frente a las jerarquías literarias y los valores consagrados
y, por el otro, nunca negó su predilección por autores como Wells, Stevenson,
Chesterton y Kipling, todos escritores que trabajaron un tipo de relato ático
(por no decir estereotipado).
Asimismo, como
para mencionar algunos otros puntos que refrendan lo insinuado por Piglia,
Borges descreía plenamente de la historia, ignoraba la sociología y le aburría
la psicología; corrientes enteras de la filosofía y la literatura modernas y
contemporáneas le eran ajenas; desdeñaba a los escritores preocupados por la condición
humana y menospreciaba a géneros literarios y literaturas nacionales en su
totalidad; se jactaba de no leer a algunos de los más grandes novelistas del
siglo XX: se burlaba de Proust, criticaba a Joyce y desconocía a Thomas
Mann o a Musil, entre muchos otros. Las artes plásticas no le interesaban
demasiado (su ceguera, luego, justificaría este capricho), la música le estaba
vedada. Sus comentarios críticos eran deliberadamente parciales y caprichosos,
y a menudo alevosamente equívocos. Caricaturizaba —quizá con razón— las
interpretaciones económicas y políticas de la literatura, pero incurría en no
menos aberrantes interpretaciones literarias de la economía y de la política de
su tiempo. En definitiva, Borges se jactaba de conocer lo que casi nadie
conocía, pero ignoraba el mundo que se imponía con el siglo.
II
En la obra de
Jorge Luis Borges, hombre más entregado a la reflexión que a la acción, se
advierte, sin embargo, una frecuente exaltación del coraje, de la aventura física
y de la empresa heroica. Por ejemplo, en los cuentos «Hombre de la esquina
rosada» y «El sur», incluidos respectivamente en Historia universal de la
infamia y Ficciones, esta exaltación del coraje se cifra en el duelo a
cuchillo, que tiene la categoría de un nuevo mito para la mentalidad nacional, mito
condensado en un estar listo para matar y para morir. No parece aventurado, acaso, reconocer en estos
cuentos, especialmente en el último, el esbozo de una personalísima catarsis,
el escape hacia algún tipo de realidad compensatoria.
Es importante
destacar que la intención catártica de Borges no se canaliza siempre a través
de los mismos mecanismos. El tema de la culpa y el castigo es tan recurrente
como el del culto al valor y al coraje. Sólo estos temas —el valor, la culpa y el castigo— admiten en la
escritura borgeana un tratamiento razonable y concienzudo; cualquier otro será
relegado al plano de lo fantástico, de lo especulativo, de lo conjetural, es
decir, de lo improbable. A título de ejemplo, y sin entrar en un análisis
demasiado pormenorizado, señalaremos cómo la problemática de la culpa y el
castigo se pone en manifiesto en los cuentos «La forma de
la espada», incluido en Ficciones, y
«La casa de Asterión», incluido en El
aleph.
En «La forma
de la espada», el traidor, John Vincent
Moon, cuenta la historia de su traición, pero asumiendo la voz del traicionado.
Esa inversión de óptica, de perspectiva narrativa, tiene, dentro de los límites
mismos del relato, connotaciones diversas. Pero la más evidente es el trasunto
de una preocupación ético-moral: el protagonista, como sabemos, vive bajo el
peso del remordimiento, urgido por una lucha interior que lo acucia constantemente.
Su confesión, cuya intención catártica parecería ser indiscutible, está
destinada a suscitar, a través del desprecio del receptor, un modo de castigo.
La culpa constituye el núcleo del relato, incluido el del protagonista, y el
castigo que éste se impone gravita en el modo en que asume a su vez la
narración.
En «La casa de
Asterión», se cuenta una historia a tal punto velada que sólo podemos reconocer
su filiación mitológica cuando el relato concluye. Se trata de la leyenda del
Minotauro, y de su muerte en manos de Teseo. De Plutarco en adelante, esta
historia se ha contado desde la perspectiva de Teseo, el héroe que entra en el
laberinto para aniquilar al monstruo y así liberar a Creta del tributo
periódico de vidas humanas que había que ofrecerle a aquél en sacrificio.
Borges, por el contrario, se centra en la figura del Minotauro, un pobre
protagonista que, asediado por la soledad y el desamparo, espera la llegada de
un redentor que venga a matarlo y lo libere de ese mal que es la existencia. En
el origen del Minotauro hay una doble culpa: la de Minos, que se niega a
sacrificar el hermoso toro blanco que Poseidón había hecho surgir de las aguas
para probar a los cretenses la legitimidad del reinado de Minos, y la de
Pasifae y su monstruoso ayuntamiento con el toro, germen del nacimiento de
Asterión. El Minotauro simboliza, de algún modo en este cuento, al ser humano,
criatura solitaria, existencialmente arrojada a un mundo caótico que recorre a
ciegas, intentando en vano descifrarlo. Refiriéndose a sí mismo, Asterión
reflexiona: «El hecho es que soy único»; refiriéndose a su casa: «La casa es
del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo».
Ahora bien,
las ideas de culpa y de castigo suponen la de fatalidad, y ésta, a su vez, la
de imposibilidad de libertad, algo fuertemente arraigado en el pensamiento
borgeano. En relación con esto, en una conferencia que dio el 6 de agosto de
1985, declaraba: «Yo descreo en el libre albedrío, creo que cada acto mío es
fatal, creo que el libre albedrío, es
una ilusión necesaria». La estructura significativa subyacente en esta declaración pone en evidencia las
marcas ideológicas existentes en su producción literaria, marcas de un
conservadurismo indiscutible.
III
Todo escritor,
al disponerse a escribir, tiene presente en su conciencia un público, aunque
éste sólo se componga de la misma persona que escribe. Dicho de otro modo,
ningún escrito será definitivo, a menos que alguien pueda leerlo alguna vez; en
esto consiste, sin ir más lejos, el sencillo acto de publicar. Para quién
escribió Jorge Luis Borges es algo que resulta complejo responder. Lo que sí
estamos en condiciones de aceptar es que principalmente escribía para sí mismo,
pero con la confianza de que su palabra era ya un artículo de fe y, por
consiguiente, de que tamaña consagración eximiría a la feligresía diletante de
leerlo. Esta es la fatalidad de los que llegan a clásicos en vida.
Es sabido que
la literatura argentina suele trabajar la política como conspiración, como
máquina paranoica; de hecho, eso es lo que uno encuentra en buena parte de las obras de Sarmiento, Hernández, Macedonio Fernández, Lugones y Roberto Arlt, por
nombrar tan sólo a otros escritores que gozan del crédito de nuestro campo
intelectual. Así es como en la historia argentina, política y ficción se
entrelazan y se despojan mutuamente, provocando efectos extraños, y conformando
universos a la vez antagónicos y simétricos. Las evidencias de estos
cruzamientos están ligadas a la verdad, con todas sus responsabilidades; sin
embargo, en la ficción aparecen también el ocio, la gratuidad, el derroche de
sentido y el azar. En última instancia, la literatura se asocia con la política
a través de la seducción y del deseo, es decir, a través de una retórica de la conquista; lo
que de ninguna manera le impide desarrollarse también como verdad.
A raíz de lo expuesto anteriormente, me permito introducir una anécdota. El 22 de septiembre de 1976, Borges consintió en dejarse galardonar por el dictador chileno Augusto Pinochet, en una actitud que, para muchos, le terminaría costando el Premio Nobel. Borges declaró en aquella ocasión:
Yo soy una
persona muy tímida, pero él (Pinochet) se encargó de que mi timidez
desapareciera, y todo resultó muy fácil. Él es una excelente persona, su
cordialidad, su bondad... Estoy muy satisfecho... El hecho de que aquí, también
en mi patria, y en Uruguay, se esté salvando la libertad y el orden, sobre todo
en un continente anarquizado, en un continente socavado por el comunismo. (…)
Yo expresé mi satisfacción, como argentino, de que tuviéramos aquí al lado un
país de orden y paz que no es anárquico ni está comunizado.
Borges no creía en la democracia por
tratarse de «un exceso de estadísticas», lo que equivalía
a decir que la democracia no contempla los deseos y necesidades de las minorías
(de la minorías antidemocráticas, me atrevería a agregar). Esta aparente boutade
encierra algo aun más complicado, por no decir perverso: toda democracia
genuina implica una pretensión de libertad, de inclusión y de clausura de
atávicas desigualdades, categorías imposibles para Borges. Él era un fatalista
y, por lo tanto, aceptaba sumisamente el fatum impuesto por el poder de
siempre, poder de igual forma atávico y fatal. Hijo
dilecto de un país que fue colonia, Borges veía como algo natural que la Argentina fuese un país
de fideicomiso, un puerto libre de interferencias molestas, un servicial entrelazamiento
con el extranjero, especialmente con Inglaterra, donde creía estaba la
civilización.
Antes de concluir
con estas líneas, quisiera aclarar que mis diferencias con Borges no son
exclusivamente políticas, sino también estéticas. Ya que, como lo intenté
insinuar a lo largo de este artículo, se puede llegar a ser reaccionario
también por motivos estilísticos. Resta decir que toda idolatría es sospechosa;
por consiguiente, sugiero tener en cuenta varios aspectos a la hora de abordar
la obra borgeana. Como por ejemplo, el conocimiento cabal de otras literaturas
y, en consecuencia, de otras formas de trabajar con el lenguaje, formas en
donde éste no busque corrección, sino la posibilidad de liberar la palabra y
liberarse, a través de ella, de las convenciones y represiones que le son
propias, mero reflejo de otras convenciones y represiones aun más peligrosas.